Cuento
- LOTOS
- 14 jun 2020
- 4 Min. de lectura
Autora: Angie Rodríguez
Mi nombre es Zeita. Yo, un joven esclavo que lo único que sabía de mis padres era que habían tenido una deuda con algún amo y por eso yo había terminado aquí, desde pequeño, donde el amo Seibú. Éramos alrededor de 80 esclavos que dormíamos en un establo. Unos encima de otros porque el espacio no era suficiente.
Mis labores eran estar pendiente del gran jardín, y como este era inmenso me tocaba empezar desde temprano. Una mañana estaba yo laborando cuando se me acercó Zeita, el hijo del amo. Al principio pensé que, como su padre, me iba a reclamar por alguna cosa. Sin embargo, fue todo lo contrario. Desde ahí empezamos a hablar y, cada vez que su padre estaba ocupado en sus labores, él me echaba una mano y charlábamos.
Zeita y yo nos enamoramos. Sí, un negro y un blanco enamorados. Sí, dos hombres enamorados. Y claro, sabíamos que era algo que debía quedar entre nosotros porque la homosexualidad era considerada pecado.
Una noche de 1517 Zeita tocó al establo y me pidió salir un momento. Me invitó un banquete en el jardín y reímos mucho esa noche. Cuando ya estaba amaneciendo nos despedimos para evitar que alguien nos viera. Sin embargo, cuando nos dimos el beso de despedida nos percatamos de que su padre estaba ahí.
Durante 6 meses no volví a saber de mi Zeita, y yo recibía castigos diarios. Una vez escuché que el amo Seibú iba a vender un esclavo joven. Era yo sin duda. Era el único joven ahí. Sin pensarlo dos veces me escapé cuando todos dormían y llegué a un lugar considerado «palenque». Ahí me acogió a quien yo llamo mamá Teira. En ese lugar no habían amos y no se controlaba para ordenar, y aunque era libre hasta cierto punto, extrañaba a mi Zeita.
Mamá Teira sabía todo lo que me había ocurrido y me dijo que debía olvidarme de él, pero yo no quería. Así que fui en su búsqueda. Ya era el año de 1528 cuando decidí volver cada noche al establo y preguntarles a los demás negros si sabían de él. Estere, uno de los más ancianos, me dijo que había escuchado que lo iban a enviar a Europa. Mi corazón se destrozó.
Llegué a la ventana de la habitación de Zeita la cual daba con el jardín. Le toqué. Me abrió. Le pedí que huyéramos juntos y aceptó. Acordamos partir 3 noches después. Era el tiempo necesario para vengarme. El negro Estere me ayudaría con un hechizo. Así fue. Ya estaba cansado de esa utopía de la que nos había hablado el amo Seibú.
Con la ayuda de Estere le provocamos ampollas al amo Seibú. Después de eso Zeita no quería dejar a su padre, así que le dije que estaría bien y que podríamos aguardar una semana más. Durante esa semana su padre empeoró. Para la posteridad ese suceso quedó estipulado como un virus y no como lo que era: un hechizo. Y ese virus es bien conocido como viruela. Para erradicarlo hicieron uso de la inoculación, que es un proceso para contagiar a los sanos por trasplante de pus, porque así las posibilidades de sobrevivir supuestamente eran mayores. Sin embargo no hubo resultados positivos.
Llegó el día de partir y Zeita y yo estábamos ansiosos. En mi mente circundaba que las acciones eran pensadas con respecto al futuro pero condicionado a un presente sin escapar a un futuro: la muerte. Y que esta última iba a llegar al lado de quien amo.
Cada vez que el amo Seibú me azotaba me decía que lo único que era tan ruidoso como el sufrimiento era el placer, y solo hasta que me vengué lo entendí. Sí, trasladé todo. Su sufrimiento me había causado placer. Los papeles se habían invertido.
Zeita y yo arribamos a una Rochela a 300 km. Con nosotros se fueron muchos negros que ya estaban cansados de los maltratos del amo Seibú. Los que se quedaron no quisieron huir por miedo. Un mes después nos enteramos que él había muerto. Y, aunque a Zeita le causó dolor, a mí, una vez más, me generó placer.
Los negros éramos tildados de salvajes, y a lo mejor lo éramos. Pero eso no nos hacía dejar de ser hombres. Y en nuestro mundo «salvaje» hay historia por eso mismo: porque no hay historia sin hombres. No nos quedó más que adaptarnos al medio. Tener el proceso de homeostasis. Y aunque como dice el naturalismo: la cultura es el modo humano de adaptación, los abusos de antaño están latentes en nuestra mente y nos hacen recordar que no pertenecemos a ese lugar.
Reflexión

La esclavitud sigue vigente. Circunda cuando no podemos expresar nuestra sexualidad libremente porque corremos peligro. Circunda cuando no podemos Ser porque nos discriminan. Circunda cuando el desacuerdo se refleja en violencia. Circunda cuando callamos por temor. Circunda cuando somos quienes impartimos ese temor. Tal vez la esclavitud del siglo XVI no sea igual a la actual. Pero seguimos siendo mano de obra de muchos y de manera invisibilazada para otros. Y aunque algunos no estén conscientes de tal estado, no implica su inexistencia.
Mi nombre es Angie Rodríguez. Tengo 19 años. Soy feminista, estudiante de Antropología en la Universidad del Magdalena y Semillerista de Investigación. Me gusta bailar, cantar y escribir.
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